Empiezo a mirar con distancia a algunos escritores de mi propio canon. A todos un poco, pero a unos los empiezo a sentir viejos a medida que envejezco como lector. Lo que dicen, lo que hacen en sus textos, lo que creen, lo que crean, no sirve ya para entrarle al mundo. Si la poesía murió hace rato, ¿qué se creía que era la prosa? Esto de escribir así como aquí, no sé, ¿será para quedarse en las propias idioteces? Por eso no sé qué haré aquí; como Henry Miller (uno de aquellos) no voy a preocuparme por el total de lo escrito ni por la línea siguiente siquiera; perdona, Poe (otro). Como tampoco se trata de continuar la superstición romántica de que el autor dará unidad a lo que sea que haga ni la superstición (pos?)moderna de que el autor puede desaparecer, simplemente haré las dos cosas. Tampoco intentaré un narrador coherente, ni real ni ficticio, que produzca la ilusión, o un quiebre de narradores que haga lo mismo. No voy a seguir ni romper ninguna regla. Que caiga donde caiga, a mí qué me importa. Vamos a comer del cadáver de la prosa.
Cuando apareció el ensayo, Aristóteles se fue a la mierda. Esto no es novedad ni pretende serlo. ¿Será un cambio esperable de la generación de la tele? No sé, pero las imágenes, con o sin narración, resultan más atractivas que las palabras, pese a que se desconfíe igual de ambas. Tal vez es que la gente ahora escribe algo... o golpea teclas para comunicarse, emailearse, textearse; aunque también hay más cámaras. Y yo no tengo una. Lihn —con Piña, p. 163—contaba de su época como artista plástico que “tenía la sensación de que [sus] dibujos eran ilustraciones de textos que no podía escribir.” Mis textos son las fotografías que no puedo sacar.